domingo, 16 de marzo de 2008

LA ENVIDIA II PARTE

Un Sentimiento vergonzoso

Luis Vives añade algo muy interesante. La envidia es un sentimiento vergonzoso. “Por ello nadie se atreve a confesar que envidia a otro; más pronto reconocería uno que está airado, o que odia o incluso que teme, pues tales pasiones son menos vergonzosas e inicuas.” Por eso, está condenado a fingir siempre.
¿De dónde procede esa vergüenza? La envidia revela siempre una deficiencia de la persona que la experimenta. La tristeza del envidioso no está provocada por una pérdida, como suele ocurrir en otros tipos de tristeza, sino por un fracaso, por no haber conseguido algo. En ocasiones, reconoce la injusticia de sus sentimientos, le gustaría poderlos evitar, y eso le lleva a hacer manifestaciones continuas de afecto para compensar lo que considera una falta moral. En otros casos, por el contrario, el envidioso rebaja sistemáticamente los méritos del otro, para poder así enmascarar su envidia, interpretándola como una justa protesta ante un premio inmerecido por su oponente.
Los autores clásicos eran inmisericordes con este sentimiento. El envidioso, decían, está condenado a odiar, de forma inextinguible, “porque el odio provocado por la ira se apacigua fácilmente mediante la reparación, pero la envidia no se amansa ni admite reparaciones, antes bien, se irrita con los beneficios, como el fuego prendido en la nafta”. Tiene el juicio alterado y entiende las cosas al revés. “Lloran cuando los demás ríen, y ríen cuando los demás lloran”, escribe Covarrubias, en el siglo XVXII.
Castilla del Pino cree que hay una complicación mayor, y que el envidioso experimenta dos tipos de odio. Odia al envidiado por no poder ser como él. Se odia también a sí mismo, por ser como es. Ya les advertí de que íbamos a introducirnos en las complicadas entretelas del corazón humano.
Con una rara unanimidad, los moralistas cristianos, que tras siglos de examen de conciencia y confesionario elaboraron unos profundísimos análisis de los sentimientos, decían que la envidia era hija de la soberbia. Esto resulta extraño, porque ya he dicho que es hija de un sentimiento de fracaso o deficiencia. Pero ambas cosas no están reñidas. Soberbio no es el que se considera mejor o más fuerte o más importante que los demás. Eso lo siente el orgulloso, el engreído, el petulante. El soberbio –en el sentido clásico– es el que “tiene un deseo desordenado de ser a otro preferido”. San Gregorio describe la soberbia como “el ansia de que nos miren a nosotros”. Tiene que ver más con la vanidad que con el orgullo. El envidioso siente que otra persona es preferida por la suerte o el éxito, y eso es lo que le resulta difícil de soportar. Hay en el fondo de la envidia la necesidad imperiosa de ser el elegido. El envidiado, tal vez sin quererlo o sin saberlo siquiera, “nos hace de menos”, como dice una perspicaz expresión castellana. Nos arrebata esa preeminencia que tal vez salvaría nuestra vida del sinsentido. Santo Tomás de Aquino explicaba que “el bien ajeno se juzga mal propio en cuanto disminuye la propia gloria o excelencia”. El envidioso no es autosuficiente. Necesita la confirmación de los demás, como le ocurre al vanidoso y a otros tipos de inseguros. A eso aspira, y eso es, precisamente, lo que le impide la figura del envidiado, que le hace sombra. La palabra francesa ombrage designa ese temor de ser eclipsado, arrojado a la sombra por alguien, privado de la posibilidad de ser querido, salvado por la mirada o el amor ajenos.
En mis libros incluyo la envidia entre los malos sentimientos. No como juicio moral, porque sólo los actos merecen semejante juicio, sino constatando su fuerza destructiva. La envidia, como el odio, el afán de venganza, el resentimiento, o el miedo infundado, limitan las posibilidades de vivir de quien los sufre, le condenan a vivir una vida reactiva, que tiene su centro fuera de él.
El antídoto es el amor, primero hacia uno mismo, porque así se ciega la fuente de la envidia que es el autodesprecio
Covarrubias pone como símbolo de la envidia una lima sobre un yunque, con el lema: Carpit et carpitur una, royendo a los otros, me deshago a mí mismo. Por eso, sería conveniente poder eliminarla, pero ¿tiene algún antídoto la envidia? Los moralistas creían que sí. Ta vez alguno de ustedes recuerde lo que se estudiaba en el catecismo al hablar de los pecados capitales. “Contra envidia, caridad.” Es decir, generosidad y amor. Ahora podemos precisar más lo que esto quiere decir. ¿A quién debe amar el envidioso? Puesto que es víctima de dos odios –al otro y a sí mismo–, debe desarrollar dos tipos de amor, al envidiado y a sí mismo. Éste creo que es el más accesible y el más urgente, porque ciega la fuente de la envidia que es el autodesprecio. Conviene por ello comenzar eliminando los sentimientos de vergüenza o culpabilidad. No somos dueños de nuestros sentimientos. En muchos casos, somos sus víctimas. Aceptarse a uno mismo desactiva la fuerza del sentimiento.
Como todos los sentimientos que confinan en la soledad –la vergüenza, o el miedo, por ejemplo–, el silencio es el mejor aliado de la envidia, que como los hongos se reproducen en ambientes cerrados. A quien la siente le conviene quejarse de ella como se quejaría de un dolor de estómago, no identificarse con ella. Él no es su envidia. La envidia es un invasor, un enemigo. El envidioso es un ser humano que sufre, para su desgracia, una úlcera afectiva, que él no se ha provocado.
John Rawls, un famoso filósofo, autor de Una teoría de la justicia muy respetada, estudió el componente social de la envidia, que a veces está provocada por grandes diferencias sociales. Pensaba que su origen no era tanto la carencia de esos bienes como el sentimiento de la propia impotencia para conseguirlos, y que por ello facilitar los medios de progresar, aumentar las posibilidades de ascenso social, era la gran solución. Creo que esta postura activa, de autoafirmación ejecutiva, es útil en todos los casos. La envidia, como tantos otros sentimientos destructivos, es rumiadora y pasiva. Se enrosca sobre sí

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