viernes, 4 de julio de 2008

¡ BIENVENIDA INGRID!




JOAN BARRIL

Lo primero que habrá visto Ingrid Betancourt tras más de seis años de cautiverio, ¿qué habrá sido? Algunos dirán que su madre, que sus hijos. Pero sus hijos serán unos nuevos hijos, porque en seis años todos cambiamos. Su gente ya no será su gente, porque ya no se corresponderá el modelo con la realidad. Tras seis años de cautiverio, la libertad es mirar el sol y jugar con nuestras sombras.
Una de las cosas que describió Ingrid Betancourt desde su cautiverio fueron las cosas pequeñas, las cosas fragmentadas. Todo aquello que tiramos al cubo de la basura es una piedra preciosa de la selva. Porque la gente cree que la selva es un espacio para la aventura y para la superación. Jamás un ámbito tan bello ha sido tan sutil en la administración del terror. He estado en algunas selvas en mi vida, selvas en las que el sol se intuye, pero no se ve, selvas en las que la naturaleza más opresiva demuestra sus dotes de mando. En la selva, una hoja caída sobre la tienda tiene forma de puma, de tigre o de leopardo. En la selva, un tronco tumbado es la casa de la serpiente. En la selva, las brújulas enloquecen y las plantas tienen rostro de persona. En la selva, la más pequeña de las ranas es el príncipe de las tinieblas. En la selva, no hay piedad para el vencido. Los árboles luchan lentamente entre sí para que el mayor se aproveche del serrín del menor, y los insectos más pequeños se unen para devorar a la bestia grande. En la selva no hay, ni mucho menos, la esperanza mística de los desiertos. Basta entrar en ella para oír cómo unos pájaros guardianes anuncian nuestro ingreso. Ni Hansel ni Gretel y sus racimos de piedras blancas conseguirán sacarnos de allá. En ningún lugar del mundo hay tanta vida que espera nuestra muerte.
Ingrid sabe ahora no solo el valor de la libertad individual, sino también la alegría de esos objetos pequeños: un trozo de espejo, un culo de botella de plástico, un pedazo de peine, tal vez unas hojas de papel, el milagro de un lápiz. Recuerdo a Homer Simpson: "Todos cometemos errores. Por eso los lápices tienen una goma en uno de sus extremos". Ingrid Betancourt, en su selva colombiana, tuvo que aprender el paso de las estaciones yendo de aquí para allá, viendo cómo las nubes se desgajaban entre los árboles y escuchando los impactos de una ametralladora como una esperanza de salvación. La textura del grano de arroz, en la selva, es una fiesta para la lengua. La palabra menuda antes de acostarse es un diálogo con el mundo. El llanto lejano de un niño, el ahullido de un perro, el roce liviano del murciélago sobre la piel sudorosa, son los capítulos de un limbo perdido.
La barbarie de la guerrilla ha hecho de Betancourt una compiladora de sensaciones mínimas. Llegó allí con palabras grandes y ha vuelto a renacer con un bagaje distinto. Ya nunca será la misma. Pero tampoco la selva que la habitó será la misma. Porque entre esas sendas de la huida, entre esos campamentos de madera podrida, entre esa hojarasca humeante, entre los cerdos menudos que sirven para alimentar a tropa y prisioneros, a veces hay esa línea áurea entre lo mucho que tenemos y lo poco con lo que podemos sobrevivir. La libertad de Ingrid me alegra, pero no me tranquiliza. Sin guerrillas ni terrores, hay demasiada gente en el mundo que tal vez mataría por un pedazo de espejo, por un peine partido, por una botella de agua, tal vez por un puñado de granos de arroz sobre los que escribir el drama de esta otra humanidad del tercer mundo condenada a un cautiverio sin guardianes.

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