lunes, 29 de marzo de 2010

LA QUIMERA Y EL ORO

 


TOÑO VEGA
TOÑO VEGA
JOAN BARRIL
Hace muchos años, un político franquista llamado Gonzalo Fernández de la Mora se atrevió a escribir un libro titulado El crepúsculo de las ideologías. Eso sucedió en 1965, cuando en la Europa democrática se enfrentaban el pensamiento democristiano y la intelectualidad izquierdista sufragada por la Unión Soviética. Los tanques del Pacto de Varsovia no habían entrado en Praga, ni el Mayo del 68 había puesto a los dirigentes comunistas ante la evidencia de que una nueva juventud estaba emergiendo. El anunciado crepúsculo de Fernández de la Mora era una pequeña contribución de la dictadura a poner la venda antes que la herida. Cuando desde un régimen totalitario como el franquismo alguien hablaba mal de las ideologías y de los partidos, en el fondo estaba diciendo que no había más partido que el Movimiento Nacional, ni más ideología que el autoritarismo del caudillo. Remedios caseros para un problema –Europa– que les superaba. Pero, ya ven: el dichoso crepúsculo fue traducido a muchas lenguas europeas. Era una obra de la Obra y la editorial Rialp la divulgó incluso al griego. Y al catalán, de la mano de Dopesa.
Años después, con la seguridad de quién ya sabe el desenlace, Francis Fukuyama se atrevió a contar el desguace de la ilusión socialista en su celebérrimo El fin de la historia. Otro crepúsculo que pretendía poner letra al réquiem de las dictaduras soviéticas. Las derrotas no se cuentan por los cadáveres abandonados en el campo de batalla, sino por la humillación de los vencidos. El fin de la historia era un buen libro para contar lo que había pasado, pero deslumbrado por la euforia de los vencedores, no aportaba nada de lo que iba a suceder en el futuro. Porque, muerto el perro soviético, no se acabó la rabia, tal y como se está viendo en la impúdica exaltación del capitalismo mal gestionado.
Es evidente, sin embargo, que tanto Fernández de la Mora como Fukuyama, como Bernard-Henri Lévy y tantos otros evangelistas del apocalipsis mal llamado progresista, no descubrieron en su día las causas reales del desarme ideológico de la soi-disant sensibilidad de la izquierda. No fue ni la crisis económica, ni la corrupción –por lo que se está viendo, endémica– de los regímenes del Este, ni tampoco las antenas ampurdanesas de Radio Liberty. Hoy en día, la utopía ya no es ni siquiera igualitaria. La izquierda ha dejado los coriáceos cuarteles de invierno de antaño y se ha refugiado en los cómodos áticos de la socialdemocracia más acomodaticia. Las ideologías de transformación de la sociedad se limitan a pequeños rituales que incomodan al ciudadano. El elogio del transporte público, la recogida selectiva de las basuras y el apagón testimonial para la defensa del planeta son elementos basados en la razón pero que no encuentran la complicidad de la emoción colectiva.
El crepúsculo se basa, hoy en día, en el deseo rápido de conseguirlo todo cuanto antes. La utopía ya no la veremos. Entonces, ¿para qué luchar por ella cuando tres o cuatro banqueros pueden más que el presidente del Gobierno? No importa que en el 2012 el atún rojo haya desaparecido, porque yo quiero mi atún ahora mismo. Me es igual que el cementerio nuclear esté cerca, porque no podríamos vivir sin el Facebook, ni el congelador, ni el aire acondicionado, y el sol a veces está cubierto de nubes y a veces de burocracias. El fin de las ideologías ha sido propiciado por un mercado ávido, seductor y enormemente veloz. Y contra eso hay que ser muy lúcido para mantenerse en las propias quimeras.

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