Mostrando entradas con la etiqueta JOAN BARRIL. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta JOAN BARRIL. Mostrar todas las entradas

lunes, 22 de noviembre de 2010

Cosecha gris y escasa


La verdad es que no se qué hacer el próximo fin de semana. Hace tiempo que no visito a mis amigos del Katxi de Morga, cerca de Gernika. Total son cuatro horas y media. Me cuentan que Roma estará más vacía el próximo fin de semana que el superpuente de la Constitución. Le daría una buena sorpresa a Massimo si me presentara sin avisar. Mis amigos de Borriana ya tienen las naranjas a punto. Un arroz en El Torreón y un paseo por las pequeñas avenidas de los naranjos. Esas son mis dudas para el domingo. Dudas de quien se sabe con la vida resuelta y ya solo se dedica a entrenarse con la muerte.

Pero todo eso sería una huida. Y no hemos llegado hasta aquí para hacer que no vemos. Mejor ir directamente a la supuesta fragua donde se forja el poder. Me sentaré en una silla frente a los colegios electorales y allí, entre percheros de batas pequeñas y de tizas de colores, tal vez volveré a sentir la ilusión democrática de cuando creíamos que nuestro voto servía para algo noble y no para alimentar quimeras verbales o para justificar la incompetencia. Esperaré a que llegue la hora del cierre y probablemente me sumergiré en la relectura de algún poemario de algún poeta preferiblemente desaparecido.
Y aún así, y a pesar de mi voto en blanco en el bolsillo, acabaré probablemente cayendo en el atavismo de emitir un sufragio fláccido y ritual, sin el orgasmo que me prometen los jóvenes socialistas, más por jóvenes que por socialistas. No caeré en el infantilismo de creer que mi no voto va a ser un castigo para nadie. Eso debe ser al fin y al cabo la esencia de la democracia: votar porque tenemos el privilegio de hacerlo y porque muchos antes de nosotros dieron su vida para que pudiéramos ejercer ese pequeño gran derecho. El deber de votar no viene de las leyes. Tiempo atrás provenía de un imperativo moral. Hoy nos atenaza con la curiosidad del jugador gafe. Votaremos, pues, sabiendo que sin duda vamos a perder. La abstención de hoy es una cosecha que se sembró hace años. Y los unos y los otros han sabido cultivarla bien.
 Joan Barril 

viernes, 30 de julio de 2010

LA OPINIÓN O LA VIDA

La opinión o la vida


 
Joan Barril
En tiempos no tan antiguos era frecuente que la gente, antes de irse de vacaciones, cubriera los muebles con grandes lienzos blancos, cerrara la espita del gas y del agua y colocara las plantas lejos de la luz solar y sobre una superficie resistente al agua. Así eran los preparativos de las vacaciones y en este ritual de sábanas y de persianas cerradas se daba el año por clausurado.

Algo así me sucede en este momento. Esta es la última columna que escribo en esta página. Llevo catorce años en ese género llamado «opinión» y si quieren que les diga ya no se qué opinar de nada. Me consta que no soy el único, porque la opinión está siendo fagocitada por la propaganda y por aquellos que creen que ya no hace falta leer ni dudar ni mucho menos debatir. La opinión nunca ha sido un género cómodo, porque obliga al opinador a mojarse en la tinta, precisamente ahora en que otros opinadores toman por asalto las ondas y lo que dijeron ayer es lo contrario de lo que dicen hoy. Eso sin olvidar a los que, refugiados en el anonimato telemático y en una interesada visión de la libertad de expresión, se dedican a verter comentarios injuriosos y lerdos en la pantalla. En otras palabras: que nunca se había opinado tanto como ahora y con tan poco rigor como ahora.
Catorce años buscando emociones, análisis, sentimientos y al final de este estilo de periodismo nos damos cuenta que el guión nos viene marcado por supuestos políticos cuya máxima tarea intelectual consiste en saber si los opinadores somos de los suyos o de los contrarios. De vez en cuando, en periodos particularmente tensos, los políticos convocan a los opinadores para hacernos creer que todos somos iguales. Pero lo cierto es que los políticos pasan y los periodistas, mal que bien, nos quedamos. Y en esa desigualdad consolidada la opinión ya solo se alimenta de ideas agostadas, de proyectos vanos, de rutas embarradas y de simulacros de tareas épicas en los que lo único que importa es saber quién la tiene más larga.
¿No están ustedes cansados de tanta charleta inane? ¿No han pensado en más de una ocasión que hace falta una máquina que se pregunte permanentemente por la verdad de las cosas que nos dicen y sobre todo por los motivos últimos de las decisiones políticas? Porque se hace difícil escribir sobre la niebla. Se me hace muy cuesta arriba creer en gente que no se cree ni a sí mismo. A veces me pregunto en qué podría entretener mi tiempo para mi en vez de jugar a ser un intelectual de trincheras para unos generales que no saben en qué guerra combaten.
Es legítimo cansarse de la destilación de la nada. Y no es menos legítimo abandonar la tarea de mirar lo que nos pasa con la orejeras de burro que nos han puesto ciertos burros. Respeto demasiado este oficio para continuar haciendo el esfuerzo de imaginar que hay algo más que oportunismo y adulación en esa política cortesana que ni se entiende ni quiere hacerse entender.
Llegará septiembre y las ciudades volverán a ofrecernos el magnífico espectáculo de la vida. Esa es la vida que les contaré en este periódico del pueblo. Puestos a recibir dictados más vale irlos a buscar a las plazas que a los gabinetes de prensa. Y puestos a experimentar el acuerdo o la protesta de los lectores prefiero encontrármelos cara a cara por la calle que embozados en la cobardía infame de los comentarios de internet. Hoy por hoy se acabó la opinión y empieza la vida real. Nos vemos, si gustan, en septiembre. Ya les contaré.

martes, 25 de mayo de 2010

TODOS SOMOAS BUSCAVIDAS

 
JOAN BARRIL
A veces basta una sola palabra para llevarnos a la reflexión. ¿Y dónde se buscan las palabras? A veces se cazan al vuelo entre las multitudes, otras llegan volando por los patios de luces. Pero es indudable que los mejores nidos de palabras son los periódicos. Y ayer, en este mismo periódico, un titular me reconcilió con el lenguaje y me reafirmó en el poder descriptivo de palabras que no necesitan ser consultadas en ningún diccionario. El títular decía: Los buscavidas ocupan las playas ante la ausencia de control. Desde Paul Newman no había visto escrita la palabra buscavidas. A primera vista parecería que los buscavidas fueran la hez de la sociedad. Con la manía denunciadora y prohibicionista que últimamente marca las agendas de los políticos ociosos, es evidente que un buscavidas es un personaje perseguible. De ahí esa definición de los buscavidas como ocupantes de un espacio público al que todos, menos los buscavidas, tienen derecho. De ahí también esa apelación a la falta de control: el buscavidas controlado sería más cómodo, pero dejaría de ser un buscavidas.
La palabra buscavidas intenta estigmatizar a unos cuantos con la falacia de dignificar a la mayoría. En realidad, todos somos buscavidas. Todos hemos trabajado en algo que no nos satisfacía. Todos hemos aguantado precisamente para mantener la vida. Esos buscavidas playeros son la base de la civilización y el comercio. En tiempos primitivos, la relación entre los miembros de la especie humana se basaba en la oferta de aquello que algunos tenían hacia aquellos que solo sentían la necesidad de la demanda. Una canción callejera siempre provoca una cierta atención de los oyentes. Esa lata de cerveza cubre la sed de los bares cerrados. Esos pendientes de materiales baratos son a veces el más preciado de los regalos. Los buscavidas sin título ni NIF son perseguidos, pero ¿acaso no son buscavidas los especuladores de la bolsa? ¿No se buscan la vida los paquistanís que nos venden siempre las mismas rosas en los restaurantes? ¿Acaso esos intermediarios entre ayuntamientos y constructores no empezaron buscándose la vida hasta que cruzaron la línea del delito? Buscavidas es el mendigo que solo puede ofrecer la capacidad de alquilar la compasión del que más tiene. Pero también es un buscavidas el que cambia de camisa política en función de las encuestas. En tiempos de crisis, la vida se busca, porque se acabó el sueño de que una vida mejor nos va a salir al encuentro. Hay lo que hay. Y lo que hay es menos y más difícil de lo que estábamos acostumbrados a ver.
Buscar la vida es un deseo natural de prolongarla. Pero llevamos en la mochila mucho lastre para buscar vidas nuevas en las playas. Ya no seríamos capaces de emigrar ni de reinventarnos. El mundo se divide hoy en buscavidas cansados y en buscavidas que finalmente encuentran. Y a esos se les debe someter a un severo control para que en su afán de buscar vidas nuevas no devoren la nuestra.
La crisis aporta nuevos valores. Son valores de valor escaso. Valores viejos que nunca se habían visto tan descarnados. Cuando las administraciones se fijan más en reprimir al pobre que en controlar al poderoso es señal de que los buscavidas jamás la alcanzarán, porque la vida ya está muy repartida y mal repartida. La segunda mitad del siglo XX se caracterizó por consolidar la clase media y cohesionar mal que bien a la sociedad. Hoy las costuras empiezan a romperse. La fractura se amplía. La vida se hace difícil, pero vivimos.

martes, 18 de mayo de 2010

FALTA DE CONFIANZA

JOAN BARRIL
Les cuento una batallita de pequeño calado. Corría el año 1996 y faltaba poco para las elecciones que darían la victoria a Aznar. Por aquel entonces me tocó seguir la campaña electoral del aspirante, envalentonado con razón ante el desánimo de un González con el plomo en las alas de Roldán y compañía. Recuerdo que Aznar celebró su aniversario en plena plaza de toros de Murcia. Al día siguiente, la campaña se detuvo y aproveché para regresar un día a Barcelona.
Desde Murcia al aeropuerto de Alicante conté con los servicios de un simpático taxista murciano que había sido contratado por el partido de Aznar para la prensa. Convencido de que estaba con un correligionario, el taxista murciano recorrió los 70 kilómetros que le separaban del aeropuerto contándome su vida y profiriendo todo tipo de exabruptos contra González. Resultó que el taxista, a bordo de un Mercedes clase E, había empezado su vida laboral emigrando a Alemania. Allí se quedó bastantes años hasta que consiguió ahorrar. Con la democracia, el taxista –que aún no lo era– empezó a invertir sus ahorros en un bar. Poco a poco consiguió una licencia para el taxi y, duplicando esfuerzos, repartía cafés por la mañana y viajeros por la tarde. El Mercedes E se multiplicó. Y también se multiplicaron los cafés. El año anterior el empresario ejemplar contaba con una flotilla de 10 vehículos y tres bares, uno de ellos de postín, en la provincia de Murcia. Todo eso me lo contaba mientras circulábamos por una autopista libre de peaje con destino al aeropuerto de Alicante, un camino que se conocía porque dos de sus hijos estudiaban en una universidad extranjera, y él los iba a recoger cuando era conveniente. Pero lo importante era que por fin iba a ganar Aznar y González se iría con viento fresco.
Recuerdo esa confidencia del taxista murciano por lo que tiene de pérdida de la memoria. En cierta manera es lo que está sucediendo hoy, tras el principio del fin del Estado del bienestar. Ni el taxista ni ninguno de nosotros quiere acordarse de la España en la que crecieron. Era una España con poco asfalto, con pocos aviones, con pesetas devaluadas, con un paro más que notable, con vacaciones de botijo y mucho sol y muchas moscas. Evidentemente, no fue González el que abrió las puertas al progreso. Pero sería conveniente, cuando las cosas van mal, saber de dónde venimos. Porque durante demasiados años, ni los populares ni los nuevos socialistas han renunciado a cubrirse las espaldas impulsando el consumo. ¿Cómo vamos a consolar ahora a aquellos que vivieron con más de lo que necesitaban y que ahora se van a ver obligados a frenar un poco? La culpa es del Gobierno, pero los gobernantes no son ajenos a esa complicidad.
No hay memoria porque la memoria del bienestar es lábil y vaporosa. La memoria es selectiva. Y en ciertos estadios de la humanidad solo la usamos para cubrir las afrentas y para alimentar las venganzas, jamás para buscar un acto de contrición. Vuelvo al taxista murciano. También él usó su memoria para sacarse las culpas de encima y para cargárselas al que él consideraba su adversario político. Pero el taxista se la jugó, trabajó más que nunca, pensó que con un bar no tenía bastante y que con un Mercedes solitario tardaría muchos años en amortizarlo. El taxista murciano no usó la memoria para saber cuál era el lugar oportuno de su tiempo, pero supo usar su tiempo para hacer de él un tiempo mejor. Ahora, tras el lamento, ha llegado el tiempo de buscarse la vida.

jueves, 15 de abril de 2010

¡ACÁBATE EL PLATO!

Uno de los indicadores que manejan los economistas para establecer el grado de la crisis es el vaivén del consumo. Al fin y al cabo en eso se ha convertido la economía. Ahora, se le llama consumo y antes era simplemente la capacidad de comprar, de vender o incluso de autoabastecerse. Hoy el ciudadano ya es solo un consumidor. Y el consumidor ya no se limita a sentirse satisfecho con los productos básicos.



El consumidor del primer mundo del siglo XXI a lo que aspira es al pequeño poder de las cosas superfluas.


Lo hemos visto estos días con la euforia desatada por la aparición de esa nueva máquina que es el iPad. Sin duda, se trata de una máquina prodigiosa, bella y útil. Pero lo que importa no es la máquina, sino su posesión y lo que ello significa. En todos esos gadgets que inundan el mercado de las ilusiones lo importante no es lo que vamos a hacer con ellos, sino, sobre todo, lo mucho que dejaremos de hacer.


Una de las motivaciones de venta más recurrentes es la sobredimensión de las prestaciones. En un e-book, nos dicen, caben más de 400 libros. Sin duda, es una buena noticia para el almacenaje del saber que beneficia fundamentalmente a la industria editorial. Nada que objetar, si no fuera porque difícilmente el usuario habrá leído en su vida esos 400 libros potenciales. Ni en la pantalla ni en el papel. Lo mismo sucedió con el iPod, cuando se nos recordaba que en aquel pequeño objeto había una capacidad para 10.000 canciones. ¿Cuál debe ser el uso cotidiano que se hace del iPod? La memoria humana da para 50 canciones. El trabajo de bajarse las prometidas 10.000 sería superior al goce de la audición de nuestras canciones más queridas.


En otro orden de bienes de consumo hemos visto a centenares de propietarios de vehículos de alta gama, con tracción en las cuatro ruedas, y preparados para cruzar desiertos y tundras, que solo han servido para ir renqueando por las ciudades llevando y recogiendo a los niños de la escuela. O esos otros coches de alta cilindrada, cuyo argumento de venta es la aceleración de 0 a 250 kilómetros por hora en pocos segundos, cuando no hay carretera en el mundo que permita esas velocidades. O esos carísimos relojes que pueden resistir una inmersión a 60 metros y cuyos portadores jamás van a dejar la tierra firme. En todos esos casos el consumo no es el resultado de una necesidad explícita, sino una demostración de potencia que nunca podremos comprobar.


En la formación familiar se solía conminar a los niños del siglo pasado a que se acabaran la comida del plato. La escasez alimentaria todavía formaba parte de la memoria colectiva de los mayores. Los abuelos solían decir aquello: «Tú no has pasado una guerra». Y los padres recordaban que «en el mundo hay gente que no tiene nada para comer». Pero esas admoniciones, en el país de las pizzas a domicilio, caen en saco roto. Triunfa la generación que entiende la abundancia como el desprecio hacia lo excedentario. Anteayer, los agentes de la propiedad inmobiliaria anunciaban un considerable repunte del 70% en la compra de pisos respecto al mismo periodo del año pasado. ¿Significa esto que cada vivienda va a ser ocupada por aquellos que no tienen? ¿O es que una vez más el gran motor económico es la confusión entre el valor de uso y el valor de cambio?


La necesidad es más virtual que real. Tenemos el poder de almacenaje en las manos. Pero, ¿qué hemos hecho del buen criterio? Disponemos de toda la información, pero, ¿tenemos conocimiento?

Joan Barril

lunes, 29 de marzo de 2010

LA QUIMERA Y EL ORO

 


TOÑO VEGA
TOÑO VEGA
JOAN BARRIL
Hace muchos años, un político franquista llamado Gonzalo Fernández de la Mora se atrevió a escribir un libro titulado El crepúsculo de las ideologías. Eso sucedió en 1965, cuando en la Europa democrática se enfrentaban el pensamiento democristiano y la intelectualidad izquierdista sufragada por la Unión Soviética. Los tanques del Pacto de Varsovia no habían entrado en Praga, ni el Mayo del 68 había puesto a los dirigentes comunistas ante la evidencia de que una nueva juventud estaba emergiendo. El anunciado crepúsculo de Fernández de la Mora era una pequeña contribución de la dictadura a poner la venda antes que la herida. Cuando desde un régimen totalitario como el franquismo alguien hablaba mal de las ideologías y de los partidos, en el fondo estaba diciendo que no había más partido que el Movimiento Nacional, ni más ideología que el autoritarismo del caudillo. Remedios caseros para un problema –Europa– que les superaba. Pero, ya ven: el dichoso crepúsculo fue traducido a muchas lenguas europeas. Era una obra de la Obra y la editorial Rialp la divulgó incluso al griego. Y al catalán, de la mano de Dopesa.
Años después, con la seguridad de quién ya sabe el desenlace, Francis Fukuyama se atrevió a contar el desguace de la ilusión socialista en su celebérrimo El fin de la historia. Otro crepúsculo que pretendía poner letra al réquiem de las dictaduras soviéticas. Las derrotas no se cuentan por los cadáveres abandonados en el campo de batalla, sino por la humillación de los vencidos. El fin de la historia era un buen libro para contar lo que había pasado, pero deslumbrado por la euforia de los vencedores, no aportaba nada de lo que iba a suceder en el futuro. Porque, muerto el perro soviético, no se acabó la rabia, tal y como se está viendo en la impúdica exaltación del capitalismo mal gestionado.
Es evidente, sin embargo, que tanto Fernández de la Mora como Fukuyama, como Bernard-Henri Lévy y tantos otros evangelistas del apocalipsis mal llamado progresista, no descubrieron en su día las causas reales del desarme ideológico de la soi-disant sensibilidad de la izquierda. No fue ni la crisis económica, ni la corrupción –por lo que se está viendo, endémica– de los regímenes del Este, ni tampoco las antenas ampurdanesas de Radio Liberty. Hoy en día, la utopía ya no es ni siquiera igualitaria. La izquierda ha dejado los coriáceos cuarteles de invierno de antaño y se ha refugiado en los cómodos áticos de la socialdemocracia más acomodaticia. Las ideologías de transformación de la sociedad se limitan a pequeños rituales que incomodan al ciudadano. El elogio del transporte público, la recogida selectiva de las basuras y el apagón testimonial para la defensa del planeta son elementos basados en la razón pero que no encuentran la complicidad de la emoción colectiva.
El crepúsculo se basa, hoy en día, en el deseo rápido de conseguirlo todo cuanto antes. La utopía ya no la veremos. Entonces, ¿para qué luchar por ella cuando tres o cuatro banqueros pueden más que el presidente del Gobierno? No importa que en el 2012 el atún rojo haya desaparecido, porque yo quiero mi atún ahora mismo. Me es igual que el cementerio nuclear esté cerca, porque no podríamos vivir sin el Facebook, ni el congelador, ni el aire acondicionado, y el sol a veces está cubierto de nubes y a veces de burocracias. El fin de las ideologías ha sido propiciado por un mercado ávido, seductor y enormemente veloz. Y contra eso hay que ser muy lúcido para mantenerse en las propias quimeras.

martes, 16 de marzo de 2010

JULIO CESAR AZNAR

 

El expresidente Aznar dijo el otro día en Veo7: «He sido injuriado y difamado hasta límites extremos. Mi imagen ha sido deformada y distorsionada. Me han transformado en un dóberman». Cuando un antiguo gobernante se lamenta de su propia imagen, una de dos: o siente remordimientos o tiene ganas de regresar al poder para poder darse nuevo brillo a sí mismo. Con esas palabras Aznar demuestra su humanidad. Nos quiso hacer creer que era un hombre providencial para el país, pero en realidad solo era un hombre común que quería servir a su país. Y el país le vino grande. Más de una vez le recuerdo en el estadio de Mestalla en 1996 en un mitin electoral. Faltaba poco para su victoria y, con un estilo kennedyano que a mí me pareció sincero, Aznar dijo exactamente esto: «Yo solo soy un hombre normal que quiere servir a su país». ¿Qué sucedió a lo largo de los años en el poder para que el hombre normal se fuera encastillando y empezara a convertirse en un ser abrupto, ególatra y rencoroso, como demuestran esas frases de Veo7?
El otro día, en este mismo periódico un lector rompía una lanza por Aznar para contar que había coincidio con él en un avión y que le había parecido un hombre cordial e interesante. Yo también lo suscribo. Entre la bondad lineal y las personalidades complejas, siempre son más interesantes estas últimas. Aznar, al llegar por primera vez al poder, era un hombre curioso. Quería aprender y para aprender no hay nada mejor que preguntar. La cordialidad de Aznar era la de los primeros de la clase que intentan aprender más allá de los libros. Desde las antípodas ideológicas de Aznar no me caerán los anillos para reivindicar al Aznar humano y tozudo. Un hombre que debió hacer de tripas corazón para aprender a hablar con Pujol y comprenderle. Pero también un hombre al que el poder universal obnubiló hasta el punto de embarcar al más pacifista de los países a una guerra lejana. Un hombre que decidió, en un gesto magnífico, renunciar a presentarse a un tercer mandato. Pero un hombre que, ante la matanza de Atocha, no tuvo a bien presentarse en el lugar de la catástrofe para manchar su camisa con la sangre de los heridos. De haberlo hecho y de no haber creído en la supuesta conspiración de matriz etarra, hoy continuaríamos teniendo un Gobierno popular y Rodríguez Zapatero sería un aprendiz de Economía de la mano de Jordi Sevilla.
Algún día habrá algún momento para analizar la psicopatología de los gobernantes y lo poco que les cuesta pasar de ser hombres normales a ser hombres providenciales y finalmente a ser hombres difamados.
La soledad de Aznar no viene de sus adversarios exteriores, sino también de los que le han dejado a los pies de los caballos. Mientras Aznar se despachaba en la salmodia de su propio lamento, se cumplían muchos años del que, sin duda, fue el primer magnicidio de la historia. En el año 44 antes de Cristo Julio César, un emperador que también hablaba en tercera persona y que se dedicó un mes del calendario, caía bajo las dagas de los senadores entre los cuales se encontraba su propio hijo adoptivo. Aznar se lamenta de haberse convertido en un dóberman, pero implícitamente se está preguntando qué ha pasado para que ni siquiera los suyos le hayan entronizado en el santoral. ¿Volveremos a gozar del hombre corriente que antaño fue Aznar? Fue un ser cordial, pero entre propios y extraños le agriaron el carácter. 


Joan Barril

viernes, 12 de marzo de 2010

PIELES DEMASIADO FINAS

 

El otro día, a la señora Rosa Díez se le escapó un tópico. Vino a decir que el presidente Zapatero era un político a la gallega, es decir, uno de esos personajes que nunca se sabe si están subiendo las escaleras o las están bajando. Todos los pueblos del mundo han ido acumulando desde tiempos inmemoriales unos curiosos sambenitos que van pasando de generación en generación. Así sabemos, por ejemplo, de la ancestral tacañería escocesa, del mecánico orden germánico, de la puntualidad suiza y del humor británico. Conocemos, también, la melancolía portuguesa, la chulería madrileña, la tozudez aragonesa y la juerga fallera valenciana. Incluso Dante, en su Divina Comedia, tiene a bien certificar en verso «la avara pobreza de los catalanes». El tópico en boca de Rosa Díez fue un error de su propio guión, pero la reacción airada de los partidos políticos gallegos tal vez fue desmesurada. Los defectos y las virtudes no han de servir para desautorizar o ensalzar a nadie. Basta con que todos sepamos lo que piensan de nosotros y nos lo tomemos deportivamente. Porque demasiado a menudo nuestra autoestima proviene de demostrar a los demás que les tenemos en muy baja estima.
El artista que me acompaña en esta columna vive en La Rioja y ayer le decía: «Toño, no sabes lo que me gustaría ser vecino tuyo, y pasear entre las viñas y comer espárragos en El Cachetero o escoger mi vino en el Carmen y sentir la fuerza animal de los asados del Terete de Haro sobre sus mesas de madera bruñida de tanta limpieza de tahona y dejarme mecer por el viento de Labastida y dar maiz a los gallos de la Iglesia de Santo Domingo de la Calzada». Y Toño, perplejo, me preguntó que todo eso por qué. Y le dije que porque nadie se mete con La Rioja y los riojanos no se ven obligados a ir por el mundo pidiendo perdón por serlo ni tampoco a vociferar su orgullo público ante el planeta. Un grupo de Gràcia llamado Ai, Ai, Ai compuso una magnífica canción rumbera cuyo estribillo en inglés decía: «It’s so hard to be a catalan». Efectivamente, es duro ser catalán como es duro haber de cargar con todos los exabruptos, los excesos y las carencias de nuestros compatriotas. ¡Con lo fácil que sería ser simplemente riojano y gozar de la vida!
Porque el resbalón de Rosa Díez no es tan importante como la reacción que conlleva. ¿Qué nos está pasando para que de pronto hayamos descubierto el placer de estar siempre con las garras a punto ante el más mínimo comentario sobre nuestra precaria estirpe? De pronto todos tenemos la piel muy fina y la simple caída de una hoja sobre nuestro cuerpo nos provoca un enorme dolor que exige venganza. No me gusta esa persecución constante, esa susceptibilidad militante en la que es más importante lo que nos dicen que lo que realmente somos. Porque en el permanente estado de vigilancia la felicidad tiende a ser escasa.
Incluso la prensa deportiva de Madrid ha pasado de ser el altar del orgullo a convertirse en el muro de las lamentaciones y la fábrica de todos los victimismos. Si hay navarros que abjuran de ser vascos y valencianos convencidos de que todos los males vienen de Catalunya. Si por unos quiméricos juegos olímpicos los catalanes perdemos el cariño de los aragoneses y el agua de unos campos de golf nos ha de amargar la bondad de la huerta murciana, ¿qué nos queda? La animadversión está a un paso del odio. Las multitudes se dejan llevar con demasiada facilidad hacia la afrenta colectiva. Tal vez ya solo nos queda la calma secular y tranquila de La Rioja. 


Joan Barril

miércoles, 10 de marzo de 2010

CIUDADANOS HUÉRFANOS


TOÑO VEGA
Las catástrofes del cielo y de la tierra forman parte de la civilización. Sabemos construir puentes por las grandes avenidas de los ríos. Hemos inventado los puertos para poner puertas al mar. Hemos socializado el fuego y lo hemos encerrado en lámparas y hogares. Pero cuando los elementos se ponen cachondos, entonces empieza un curioso pugilato entre Dios y los hombres. Lo dijo hace un siglo el poeta Joan Salvat Papasseit. «Si Déu ha concebut el llamp per castigar els homes, Déu ha estat vençut per Benjamí Franklin», en referencia al que fue el inventor del pararrayos.
Pero no siempre es así. Y demasiadas veces Dios mira hacia otra parte. Será porque esa idea del Dios que nos libra de todo mal no es del todo cierta. La divinidad no puede ser Tres en Uno, que tanto sirve para abrir puertas como para hacer funcionar la moto atascada. A Dios también se le ha de ayudar, y a veces el hombre también tiene que ayudarse. Se esperaba una nevada importante. Pocas veces las previsiones meteorológicas –diga lo que diga el conseller de la cosa– han estado tan acertadas como en este fin de semana, al anunciar la nevada en cota y en superficie. A pesar de estas previsiones, la gente salió de casa dispuesta a circular por esas carreteras entre los románticos copos del fin del invierno. Y ahí se encontraron con los desastres.
Ha sido un desastre pequeño comparado con las grandes catástrofes de la humanidad. Pero un desastre que pone en evidencia nuestra fragilidad. Desastre de la red eléctrica, que es incapaz de aguantar el peso de la nieve. Desastre de los árboles que caen sobre los ya precarios caminos de hierro. Desastre de las concesionarias de las autopistas, que en la avidez de los peajes invitaron a los automovilistas a ir hacia la nada. Y de nada sirvió que levantaran barreras en los peajes, porque el mal a esas horas ya estaba hecho.
De la ciudadanía se espera más lucidez y menos lamento, es cierto. Pero de la Administración también se espera que ejerza el poder sobre las empresas privadas que no cumplen con la vocación social que les ha sido encomendada en régimen de concesión. Cuando la Administración no puede ejercer el poder sobre esas grandes compañías, ¿de qué poder estamos hablando? La Guardia Urbana de Barcelona pone multas a los vehículos que en plena nevada se quedaron atascados en lugares prohibidos y el alcalde se muestra magnánimo diciendo que las perdonará. Se perdona una multa, pero ¿quién perdona a la autoridad?
Y luego está la mentira. O, para suavizarlo, la confusión entre los deseos del gobernante y la realidad de la calle. Mientras el secretario de Interior anunciaba que ya no quedaba nadie en las carreteras, los pobres conductores intentaban sacar la última energía que quedaba en sus teléfonos móviles para llamar a las radios y decir: «¡Estamos aquí!». No es la primera vez que desde la Conselleria d’Interior se desvía la responsabilidad hacia terceros y se dice que todo se ha hecho bien. Solo fue una nevada, por otra parte esperada. Pero una rueda de prensa no da cariño ni protección a unos ciudadanos atascados en el hielo.
El enunciado de la conselleria de Joan Saura no se limita a Interior. También habla de relaciones ciudadanas y de participación. Como relaciones, pocas. Como participación, a aguantarse y la culpa es suya por haber salido de casa. Para gobernar bien no basta con las multas y las prohibiciones. A cambio hay que dar algo de eficacia. Y esa, anteayer, se vio cubierta por la nieve. 


JOAN BARRIL

jueves, 4 de marzo de 2010

EL FIN DE LA ESPECIE HUMANA

Mientras hay gente que cree que los atunes rojos, los toros de lidia, las focas de Terranova o los tigres de Siberia son nuestros primos hermanos, todavía hay humanos que prefieren considerarse miembros de la humanidad. Nos disponemos a cruzar una avenida llena de coches y camiones de velocidad considerable. Esperamos frente al semáforo en rojo y, de pronto, oímos a nuestra espalda los pasos apresurados de un niño de 3 años que se ha soltado de la mano de su abuela y que está a punto de lanzarse a la vía rápida. El niño tal vez no entiende el código de luces del semáforo. Simplemente juega a ser más independiente y no atiende al peligro del tráfico. Cuando esto sucede, reaccionamos espontáneamente. Detenemos al niño imprudente evitando que se lance a la calle de la muerte segura. La abuela llega sofocada, agradece el gesto del inesperado salvador de su nieto y se va soltándole la lógica regañina.
Mientras abuela y nieto se alejan, pienso que es solo un niño anónimo. No es ni nuestro hijo ni el hijo de un vecino. Se trata de un desconocido, pero con su salvación hemos reaccionado a la llamada de la especie. Porque la especie humana mantiene desde sus orígenes una idea clara de solidaridad y de autoprotección. En las cuevas de Lascaux se han encontrado momias sin dientes que, a pesar de todo, fueron alimentadas por sus congéneres masticando el bolo alimenticio que luego les ponían en la boca. Si la humanidad no se ha detenido y se ha erigido en la especie dominante ha sido, sin duda, por esa capacidad de ayuda mutua que nos hemos dado.
En estos días de catástrofes naturales, todos nos sentimos cercanos a Haití o a Chile. La muerte nos hermana y la tristeza de las desgracias nos produce la contradicción de sobrevivir en un mundo frágil.
Pero, sin embargo, esa solidaridad por las causas lejanas se transmuta en animadversión cuando el extranjero habita entre nosotros. Las últimas encuestas demuestran que la xenofobia, es decir, el odio irracional hacia lo extranjero, va aumentando. ¿Qué sucede para que ante una catástrofe natural todos seamos iguales y, en cambio, cuando la catástrofe responde a las malas prácticas de los poderosos entonces las diferencias afloren? En tiempos de crisis y de paro, el parado ya no es uno de los nuestros. El parado que busca trabajo ya no forma parte de aquella humanidad doliente a la que hace un par de días queríamos socorrer. Hoy el parado dispuesto a aceptar el trabajo que nosotros no quisimos es, en realidad un competidor. Y es entonces cuando aflora la suspicacia ante el extraño. Los competidores siempre han existido. Pero la piel, las creencias, el vestido,les hacen visibles.
Cuando el mundo era únicamente un planeta en construcción, el ser humano se buscaba para no sentirse solo, entre otras cosas, porque la unión hacía la fuerza. Y de la unión surgieron las primeras palabras y los primeros inventos. Pero luego alguien inventó también los países, los continentes y las tribus. Y la antigua solidaridad de los hombres débiles se convirtió en una sala de banderas. Hoy nos da la sensación de que nadie salvaría a los niños de 3 años, negros o amarillos, bajitos o talla XXL. La ayuda mutua ha desaparecido en nuestras cercanías y, todo lo más, hay que irla a depositar en parajes mucho más lejanos. 


Joan Barril

martes, 2 de marzo de 2010

SERRAT, COSECHA Y CANTO



JOAN BARRIL

El otro día, en el mercado de Santa Caterina, me ofrecían cerezas. Eran unas buenas cerezas, sabrosas y carnosas y razonablemente bien de precio. Pero no eran las cerezas de mi infancia. Para gozar de lo que nos da la tierra no basta con el sabor. También hay un tiempo para saborear. Y las cerezas, aunque no fueran tan buenas como las que me ofrecía el vendedor de Santa Caterina, requieren de espera y de deseo. Las mejores frutas fuera de temporada son una consagración del capricho y una exaltación del poder humano que intenta condicionar el poder de la naturaleza. 


Pensaba en las cerezas este fin de semana en el que el sol y la niebla, el viento y la calma han organizado un intenso concierto. He tenido la fortuna de escuchar el último trabajo de Serrat sobre poemas de Miguel Hernández y la orquestación de Joan Albert Amargós. A Serrat no hay que meterle prisa. Serrat nos ofrece su cosecha cuando él considera que ha llegado a su estadio óptimo de madurez. Hijo de la luz y de la sombra es un trabajo tan necesario como lo fue el primer disco, grande y negro, sobre la obra de Miguel Hernández. 


Hoy los discos son más pequeños. Y pronto esos elementos circulares empequeñecerán todavía más hasta convertirse en el punto y final de una manera de transportar la música. Pero el campo en el que Serrat y sus amigos hacen crecer los versos de los grandes poetas continúa perfectamente abonado y fértil. Yo no se cómo vamos a degustar al Serrat que todavía nos cantará de aquí a 10 años. Pero no hay tecnología, ni nueva ni vieja, que pueda con la palabra bien dicha, con la música bien pensada y con la voz consciente que es un instrumento más al servicio del verso.
La labor de Serrat es la del zapador que busca los restos del naufragio de la memoria entre las playas desiertas del olvido. Muchos jóvenes harían bien en acercarse a ese Miguel Hernández que murió en las cárceles franquistas y que cantó al amor del miliciano, al temor de la muerte y a la necesidad de las armas. La estrategia de la derecha española consiste en entender la guerra civil como una catástrofe natural de la que los vencidos no deberían sacar partido. 

Pero toda guerra tiene una sintaxis. Y tanto los franquistas como sus aliados nazis y fascistas usaron la hipérbole del exterminio mientras gente como Hernández defendía su dignidad a golpes de poesía.
Cuando Serrat se enfrenta a los grandes poetas, Antonio Machado, Miguel Hernández, Mario Benedetti, Joan Salvat Papasseit o Joan Margarit, lo hace con una humildad ejemplar. Se subordina a la letra de la emocionante Uno de aquellos o busca armonías difíciles pero emocionantes en Dale que dale. Así crece Serrat cada día: haciéndonos crecer a los poetas enormes que pagaron con su vida la barbarie antipoética de la España más bestia. 

Cuando ni siquiera los poderes públicos socialdemócratas se atreven a reivindicar la belleza derrotada, Serrat está ahí como el gran archivero de la armonía.
En una cultura ensimismada, más apegada al espectáculo que al rigor, me enorgullece que todavía haya artistas que hacen canciones para que el pueblo las haga suyas. En un momento en el que lo más rentable es desmitificar a los mitos y cubrir de porquería a los poetas muertos, como se ha hecho recientemente con Gil de Biedma y con el propio Hernández, Serrat está ahí para recordarnos que la belleza no es biodegradable. El verso se hizo canción y habitará entre nosotros

miércoles, 10 de febrero de 2010

LOS DRAGONES HUELEN MAL



Una de las pruebas de la bondad humana es la incapacidad de comprender el Mal. De ahí que a los culpables de todas las barbaridades se les intente humanizar a partir de su pasado, de su familia, de los traumas de juventud o de las malas compañías. No está previsto que el Mal surja por generación espontánea y anide en algún personaje de esos que trascienden a su propia muerte.
A menudo la gente de bien tiene la necesidad de montar una suerte de hit-parade del Mal. Es, sin duda, un trabajo tan difícil como encontrar al hombre o la mujer del año. El Bien se confunde a menudo con la simple popularidad. El Mal, por el contrario, tiende a buscar una cuantificación: cuantas más muertes haya producido un candidato a la encarnación del Mal, más malo será. Pero la cuantificación de las víctimas siempre tiende a matizarse. Si el Mal es la muerte directa de muchos, ¿cuántos son esos muchos? Los cráneos de los campos del silencio camboyanos son numéricamente inferiores a las víctimas de Stalin en su gran Unión Soviética, pero proporcionalmente significaron una reducción importante de la población camboyana. De la misma manera, las dos bombas atómicas que Truman lanzó sobre Japón, ¿son comparables a las matanzas artesanales a golpe de machete de los hutus contra los tutsis en el genocidio de Ruanda? ¿Se puede establecer una jerarquía del Mal en la antigua persecución del pueblo armenio por parte de los turcos y compararla con la tarea de tortura y eliminación sistemáticas de una generación casi completa de argentinos bajo la Junta Militar? Definitivamente, el Mal no se comprende con cifras, sino con la perversión que significa la creencia de unos matarifes ennoblecidos y de unas víctimas cosificadas.
Llegados a ese punto, aparece la encarnación del gran Mal del siglo XX. El verdugo insaciable que diseñó una política industrial para la purificación de su propia especie. Adolf Hitler ha sido colocado en la cúspide del Mal precisamente para trivializar a sus aprendices. En la barbarie organizada y en la crueldad hacia la Humanidad se supone que Hitler es insuperable. De ahí la fascinación que ejerce en los demócratas ese paladín del Mal afortunadamente ya inofensivo. Uno de sus hombres, el almirante Doenitz, es el autor de unas órdenes draconianas a la marina de guerra del Tercer Reich por las que decretaba la aniquilación física de los supervivientes enemigos y el hundimiento sistemático de los barcos de socorro. Doenitz fue condenado en Núremberg a 10 años de prisión. Lo que no cuenta la historia del Mal es que contemporáneamente el almirante norteamericano Nimitz también dictó la misma orden a la Navy para exterminar a los soldados japoneses. Ese fue el mérito póstumo de Hitler. Tras el Holocausto y el salvajismo de las tropas alemanas, los demás se permitieron todo tipo de desmanes.
Pero de los dictadores, como del cerdo, todo se aprovecha. Y una ilustre odontóloga alemana acaba de examinar las fichas del dentista de Hitler y ha decidido que el gran dictador no solo era cruel, fanático y salvaje, sino que además padecía halitosis. Cuando ya nada podemos hacer para conjurar el Mal bajo nuestras propias banderas, entonces recurrimos a la halitosis del enemigo que ya no puede ser juzgado. Ahora se le imputa a Hitler la única dolencia que no pudo elegir. Mientras tanto, ciertas democracias occidentales pueden continuar exterminando a quien quieran con la fragancia de las rosas americanas y el aroma dulzón del napalm israelí. 



JOAN BARRIL

miércoles, 3 de febrero de 2010

Coacciones y crueldades



JOAN BARRIL

Uno de los diálogos más significativos del libro de Saint-Exupéry El principito es cuando el protagonista de la historia se acerca a los asteroides 325 y siguientes y allí, sentado en uno de ellos, se encuentra con el rey. El rey le reconoce como súbdito, porque todos los reyes dividen el mundo entre ellos y el resto de la gente, a la que consideran, pues eso: súbditos.
En un momento de la conversación el principito le pide al rey que ordene una inmediata puesta de sol porque le apetece contemplarla. El rey, tras unos momentos de vacilación, le dice al principito: «Si ordenara a un general volar de una flor a otra como una mariposa, o escribir una tragedia o convertirse en gaviota, y si el general no ejecutara la orden recibida, ¿quién estaría en falta, él o yo?» El rey se pierde entonces en una reflexión sobre el poder razonable. El principito se impacienta: «¿Y mi puesta de sol?», le dice. Y el rey, tras consultar el calendario, le dice que tendrá su puesta de sol cuando las condiciones sean favorables. «¿Y cuándo será eso?», insiste el principito. Y el rey le dice que será a las 7 y 40 minutos de la tarde. Solo entonces el Sol le obedecerá.
Es evidente que el rey tiene el poder. Pero no se trata del poder arbitrario, sino del poder de la información. Solo él sabe el horario de los movimientos astronómicos. Solo él puede decidir lo que la naturaleza ya ha decidido. Cuando llegue la hora, el principito y los otros súbditos se sentirán fascinados por el poder que significa anunciar el futuro y que ese futuro se cumpla. Esa es la gran trampa del poder. Se trata de una trampa que practican los corredores de bolsa con información privilegiada, esos que compran a la baja porque saben que poco después los valores comprados subirán como la espuma. Es la misma trampa de los políticos que inventan soluciones para problemas falsos y así quedar como seres providenciales. Es lo que ha hecho Carretero con su frívola dimisión de fin de semana. Se va para asustar a los suyos y luego regresa diciendo que era broma. Desde los tiempos de los chamanes y los adivinos primitivos, el conocimiento del futuro ha significado poder, respeto y admiración.
Pero eso se está acabando. Se nos había dicho que Obama vendría a España como quien espera a los Reyes Magos, pero entre el deseo y el futuro se cruzó su agenda y Obama ha seguido los pasos de aquel Mister Marshall que jamás dejó su rastro ni sus millones en la España de la autarquía. El futuro es voluble y líquido y ni siquiera el máximo administrador del mundo puede sincronizar sus deseos.
Sin embargo, ayer asistimos a una manifestación de unos nuevos reyes aéreos. El sindicato de controladores aéreos SPICA anunció que las vacaciones de Semana Santa serán un caos si el Ministerio de Fomento no abandona la idea de reducirles el abultado sueldo que perciben. No es una decisión en caliente. Estamos a primeros de febrero y la Semana Santa será a primeros de abril. Pero los mismos que nos anuncian el caos son los que van a propiciarlo. Eso es poder de verdad. El poder inmoral de castigar a los ciudadanos a quedarse sin vacaciones. La coacción del privilegiado. La patada al Gobierno en el culo de la gente. Los controladores están dispuestos a descontrolarse para demostrar que quien paga no siempre manda. El poder democrático ha cedido paso al poder del más fuerte. Pero lo trágico es que nos amenacen con tanta antelación, como si no hubiera nada que hacer y las puestas de sol no fueran negociables.

jueves, 31 de diciembre de 2009

BUENOS PROPÓSITOS

 JOAN BARRIL


Por más uvas y campanadas que nos den, por más ropa interior de color rojo y por más discursos oficiales que nos caigan encima, el fin de año no es más que una convención astronómica. Se trata simplemente que la Tierra se encuentra cada año, respecto al sol, en el mismo lugar en el que se encontraba el año pasado. O sea: que nuestra sombra tiene la misma longitud sobre el suelo, los árboles mantienen todavía las pocas hojas que les quedan, la cerveza continúa marcando la frontera entre líquido y espuma y el humo que sale por las chimeneas perfuma el aire con la misma fragancia que en años anteriores. Queda, eso sí, el factor humano. Porque los años son la medida del tiempo que más se adapta a nuestro crecimiento. Los años, las tarifas del transporte y el precio de las cosas y las esperanzas todavía no cumplidas. En días como hoy, en vigilias de agendas nuevas, es un buen momento para hacer el listado de buenos propósitos sabiendo que el año que viene esos buenos propósitos serán tan constantes como la longitud de la sombra, el sabor de la cerveza o el humo que ciega los ojos de la gente del invierno.
Desearía que las pantallas de internet fueran realmente un invernadero de pequeñas sabidurías en vez de ser el jardín de infancia de aquellos que solo saben insultar desde el anonimato. Me gustaría dejar de entender la política como el sucedáneo de todas las prohibiciones y no como el arte de impulsar todas las ideas realmente constructivas.
Firmaría ahora mismo para que la gente volviera a leer antes de tergiversar lo que en realidad nunca se llegó a leer. Me sentiría mucho más seguro en un mundo dónde la verdad contrastada valiera más que el simple rumor.
A veces viviría tranquilo dejando que los sentimientos fueran más respetables que los principios. Me tranquilizaría imaginar que los movimientos del alma humana llevaran a la comprensión antes que la moral social les llevara a la inquisición.
Me conformaría con sentir, durante 10 minutos al día, la sensación vibrante de las plantas, esos seres que solo tienen vida pero que no se meten en la vida de los demás.
Investigaría las razones últimas del cansancio, porque eso significaría conocer los motivos del trabajo y la utilidad del esfuerzo. Buscaría la belleza en el fondo de las cosas abyectas y haría lo posible para extraer del marco la pincelada del genio y la armonía del silencio entre el estrépito. Quisiera no querer nada y, en cambio, seguir queriendo.
Viviría más feliz si el teléfono sonara cuando lo espero y callara cuando lo temo.
Me gustaría comprobar si es posible vivir con lo que llevamos puesto. Si podemos llegar caminando. Si podemos ser más sabios sin información. Si podemos aceptarnos sin necesidad de espejos.
Recuperaría las emociones que algún día quedaron escritas y las sacaría a volar de nuevo sobre otros mundos, otras gentes y otras pieles. Haría lo posible para decir que no cuando siento que no.
Retrocedería en los calendarios hasta dar con el momento exacto en el que empecé a equivocarme.
Haría un museo de los odios y un vivero de los entusiasmos, lugares justos para no olvidar las afrentas y para compartir las alegrías.
Me sentaría en el interior de un templo esperando a que Dios me diga alguna cosa.
Todo eso serían deseos propios de un año excepcional. Pero, probablemente, va a ser que no. ¡Feliz 2010, señores!

viernes, 27 de noviembre de 2009

EL PESO DEL PAPEL


TOÑO VEGA
JOAN BARRIL
¿Cuánto pesa el papel? El papel en blanco pesa más bien poco. Para que realmente el papel se convierta en una mercancía preciosa hay que escribir algo sobre él. A veces lo más valioso es una cifra. A veces basta con una declaración política. Para los ciudadanos más comunes, el papel más preciado es el que acoge el teléfono de la persona deseada. Y el papel impreso sirve para tomar en serio las palabras que van a ser escritas y para recapacitar sobre las palabras que vamos a leer. Yo escribo, tú me lees. Tu me respondes, yo estoy en desacuerdo. Yo te matizo, tú te mantienes en tus tesis. Y mañana nos tomamos un café juntos. Eso es el papel y eso es la libertad de prensa.
Pero existe una gente que no ama ni la letra ni los argumentos y que solo usa las palabras como proyectiles para hundir al que suponen contrario. Los unos y los otros han llegado al campo civilizado del pensamiento escrito. Pero ahora vemos que algunos comparten la escritura, pero abominan del pensamiento, porque el pensamiento ha de tender precisamente a la búsqueda de la verdad. Pero la verdad se oculta en las ideas preconcebidas. Eso es lo que está pasando en España. Se quiso hacer una España abierta y distinta y, en vez de acudir a las armas como ha sido costumbre, la España de siempre, la que no puede pensar porque tantos años de poder la han privado del fértil sentimiento de la duda, ha recurrido a las palabras.
Debo decirles que, en mi creciente escepticismo en torno a la manera de entender la política catalana, hacía tiempo que no me sentía tan orgulloso de pertenecer a un oficio capaz de publicar de común acuerdo un editorial como el que ayer publicaron diarios cuyo denominador común era la catalanidad de sus planteamientos. Entre esos diarios había publicaciones que no ocultan su independentismo y otros periódicos de cariz liberal-conservador. Veremos qué hacen en los próximos días algunos de los diarios que se reclaman de la globalidad o del progresismo español. Y otros, como siempre, gastaron ayer un día de su vida para encontrar algún elemento torticero con el que enfrentarse a lo que ellos consideran «el pensamiento único». El diario El Mundo llegó a afirmar en primera que «es imposible decir más falsedades con peor intención en menos espacio». Lo dice el periódico que más espacio y durante más tiempo ha mentido intencionadamente sobre la realidad catalana.
A los que nos sentimos realmente interesados por España, por su cultura y sus gentes, nos entristece comprobar cómo España solo se sostiene con la invención del enemigo común. Nos sabe mal esa idea excluyente de entender las lenguas ajenas no como una riqueza, sino como un agravio. Nos preocupa que entre la verdad revelada de una España cerrada se vaya echando la leña al fuego de una separación –al menos mental– que empieza a ser inevitable. Que no se preocupen El Mundo y sus creyentes: a veces basta el peso de una hoja de papel impreso para que provoque el dolor de esa enfermedad opulenta que es la gota. Digan lo que digan, jamás dejaré de interesarme por España, donde tantos amigos tengo y tendré. Pero gracias a El Mundo y sus adláteres dejaré de ir a España como ciudadano y me limitaré a gozar de España como turista. Eso, claro está, mientras el Tribunal Constitucional y sus voceros no me dejen tirado en la frontera como a un inmigrante cualquiera. Una vez más me pregunto: pero, ¿a esos usurpadores de España, qué coño les hemos hecho?

viernes, 20 de noviembre de 2009

LAS MUJERES QUE HAY EN MÍ


JOAN BARRIL
Tal día como hoy, de hace muchos años, murió el dictador. Y tal día como ayer de hace todavía más años las mujeres votaron por primera vez en España. A veces las cosas obvias cuestan. La democracia es ese sistema imperfecto que merece las alabanzas de los gobernantes, pero que despierta todo tipo de suspicacias. La democracia solo es buena cuando se la reparten aquellos que creen que han sido llamados al Gobierno.
Nadie quiere que en el recuento participen advenedizos. Esta España que hoy justifica los bombardeos a países lejanos y que denuncia los déficits democráticos de sus instituciones no quiere darse cuenta de que el voto de las mujeres solo tiene 75 años. Y que durante cuatro décadas la urna fue en España un invento del diablo.
De todas las causas realmente angustiosas de la convivencia humana, el acceso de las mujeres al sufragio es algo que merece una reflexión. Ya no solo se trata del voto, sino de los motivos que llevaron durante tanto tiempo a negarles el voto a las mujeres. Y no se trata ahora de considerar que la feminofobia electoral fuera un rasgo genuinamente español.

Otros países que durante años han sido un ejemplo de orden y de supuesto rigor no abrieron el derecho del voto a las mujeres hasta hace bien poco. Suiza lo aprobó en 1971 y las mujeres de Liechtenstein no consiguieron su sufragio hasta 1984. Eran años en los que estos bastiones del capitalismo europeo no eran muy distintos, democráticamente hablando, de las dictaduras del Pacto de Varsovia. Pero pocos meses antes de que se empezara a asolar Afganistán para encontrar a Bin Laden y para sacar el burka de las mujeres afganas, el Cercle del Liceu de Barcelona aprobó en una tumultuosa asamblea la posibilidad de que las mujeres pudieran ser socias de tan selecta institución. Eso sucedía el 2 de abril del 2001, como quién dice, anteayer.
¿Qué extraño atavismo ha conseguido esa marginación política de la mujer durante el siglo XX? Las manifestaciones de las llamadas «sufragistas» de principios del siglo pasado, con sus sombreros y sus miriñaques, tuvieron que enfrentarse a hombres barbados que clamaban por la negativa al sufragio femenino.

De nada habían servido las declaraciones de independencia de tantos países americanos ni la declaración de los derechos del hombre. La mujer continuó en la sombra política hasta que la primera guerra mundial llevó a muchas de ellas a los campos de batalla y la segunda significó la incorporación a un sistema productivo para suplir a los obreros que cambiaron la llave inglesa por el fusil.
Pero hablábamos de España y de esos derechos constantemente puestos en duda por el sistema. El voto femenino de 1933 llevó a la derecha al poder, dicen algunos. Pero las milicianas del Frente Popular combatieron en primera línea contra el fascismo. Luego todo fue un nuevo paso atrás. Hoy se nos hace difícil contarle a una chica universitaria que, no hace tanto tiempo, la mujer, por el simple hecho de serlo, necesitaba el permiso marital para abrir una cuenta corriente o para comprarse un coche a plazos.

Setenta y cinco años de voto femenino nos llevan a pensar que esta conquista política ya es irreversible y que, de ahora en adelante, tal vez la democracia podrá ser abolida por la fuerza de las armas, pero, en el supuesto de que lo sea, será una abolición para todos. El mundo no está completo y la igualdad ciudadana continúa siendo una causa. Pero hoy es un día feliz para las mujeres y un día de contrición para ciertos hombres.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El parvulario español



JOAN BARRIL

Cuando los gobiernos o los parlamentos dicen cosas incomprensibles, algo se nos quiebra en el alma democrática. Es lo que sucede con la cosa de la Junta de Extremadura, ya saben: El placer está en tus manos, una frase poética que intenta desculpabilizar a los jóvenes extremeños de los efectos de la masturbación. Hace muchos años, cuando los primeros partidos políticos se presentaban a las primeras elecciones, el PSUC se estrenó con un magnífico cartel en el que aparecía un trabajador con las manos extendidas. Bajo la imagen, junto a las siglas, se podía leer: Mis manos, mi capital. Ya ven en lo que ha quedado la historia de las manos. Un Gobierno que se dice de izquierdas apela a la felicidad de sus jóvenes recordando que las manos ya no son el capital de nadie, sino unas espléndidas herramientas para el placer. La iniciativa que intenta liberar a los jóvenes extremeños de la leyenda negra de la masturbación se va a desarrollar en unos denominados «talleres de onanismo», en recuerdo de aquel personaje bíblico llamado Onán que fue obligado por la ley del levirato a tomar por esposa a la viuda de su hermano. Onán, consciente de que los hijos concebidos con su cuñada serían atribuidos a su hermano, prefirió interrumpir el coito y malgastar su semen en el vacío. Desde entonces, el mundo se ha llenado más de hijos que de onanistas.
Lo que realmente es sorprendente por parte de la Junta de Extremadura es que esa placentera formación dedicada al placer solitario se imparta en unos denominados «talleres». Por fin hemos caído en la cuenta del verdadero significado de aquella críptica frase de la zarzuela de Sorozábal La del manojo de rosas, cuando Joaquín le canta a Asunción aquella pregunta filosófica que dice: «Hace tiempo que vengo al taller y no sé a qué vengo». Y Asunción le responde: «Eso es muy alarmante, eso yo no comprendo». Ahora ya sabemos a qué se va a los talleres: a darle a la entrepierna con el trabajo manual patrocinado por la Junta de Extremadura. Es divertido y, si ustedes quieren, un tanto procaz. Pero lo que nos alarma es que las administraciones consideren que todos somos menores de edad y que algo tan antiguo como el placer solitario deba tener el apoyo institucional de esos talleres de curiosas manualidades.
No es ese el único gesto de despropósitos de estos días. El proyecto de ley del audiovisual que se debate estos días en el Congreso de los Diputados prohíbe la transmisión de los llamados juegos de azar. De aprobarse la ley tal como está previsto, se acabó lo de la ONCE y la juerga lotera de los niños de San Ildefonso con el gordo de Navidad en juego. Cabe suponer que, siguiendo con esa lógica infantiloide, la televisión pública española permitirá la publicidad de condones –y bienvenida sea–, pero acabará con los bombos de la suerte. Es evidente que en este país se necesita un carnet de capacitación para cualquier tontería, pero cualquiera vale para hacer de legislador. Si se prohíbe una vez al año la transmisión de la lotería de Navidad por el riesgo de la población a convertirse en ludópata, puede también prohibirse el anuncio de El Almendro por aquello de la obesidad y de la hipoglucemia. No nos protejan más, por favor. O, en todo caso, que nos protejan del ridículo de sus leyes siempre restrictivas, siempre innecesarias, siempre absurdas.
Si el placer está en nuestras manos, el sentido común, ¿en qué manos ha ido a caer para sonrojarnos con tanta tontería?

lunes, 28 de septiembre de 2009

PRECAUCIÓN: SE LEGISLA

Si algo funciona, mejor no arreglarlo. Esa es una máxima de los fontaneros con experiencia. Las reparaciones suelen arreglar cosas, pero acaban estropeando otras. Los efectos secundarios de algunos fármacos son de lectura alarmante, porque para aliviar un pequeño dolor el riesgo de contraer dolores mayores es enorme. Lo mismo sucede en la política legislativa. Con el agravante de que la decisión de un fontanero (único, gracias a la democracia, y que dure) acaba siendo una decisión más o menos consensuada de 350 fontaneros a cual más inexperto. El resultado es aquel viejo aforismo, atribuido apócrifamente a Winston Churchill, que dice que «un camello es un caballo diseñado por un comité de expertos».
Salió el sábado la vicepresidenta del Gobierno para anunciar, entre otras cosas, la ampliación de la ley del aborto. Probablemente, la ley del aborto no acaba de funcionar. Pero, ¿su mal funcionamiento se debe a la propia ley o a aquellos que impiden su aplicación? Ahora, el Gobierno, erre que erre, regresa con su reforma y mantiene uno de los puntos más controvertidos de su articulado. Concretamente, el que hace referencia a que las chicas de 16 años --esas a las que se les niega el derecho al voto-- pueden someterse a un aborto sin necesidad de que sus padres sean ni siquiera informados de esa decisión. Nada que objetar a la decisión de la señorita de 16 años. Algo sucede en su familia para que una decisión de tanta trascendencia no le sea comunicada a los padres. Y eso no hay ley que lo arregle. Cabe suponer que, en uso de su intimidad, tampoco informa a sus padres del momento y el lugar de sus relaciones íntimas. Nada que objetar, pues, a considerar esa mayoría de edad de 16 años que, insisto, no se le es reconocida a la chica en cuestión en asuntos como el voto.
Pero, ¿realmente esa ampliación va a llevarse a la práctica? Hasta ahora, las chicas de 16 años requerían el consentimiento paterno en tres casos: aborto, ensayos clínicos y fecundación asistida. Ahora, el Gobierno ampara a las abortantes de 16 años. Pero un aborto no es una aspirina. Se trata de un acto quirúrgico más o menos cruento. Nadie aborta en un self service. Y aun en el supuesto de que la joven paciente encontrara a un comité de ginecólogos y pediatras que autorizaran la intervención, ¿quién ha hablado, por ejemplo, con los anestesistas? ¿Se imaginan una ley aprobada que no puede llevarse a la práctica porque un colectivo imprescindible se niega a participar en la interrupción del embarazo juvenil? Las mejores leyes se estrellan cuando dejan de ser leyes y se convierten en un pretexto de confrontación política. Un aviso: la ampliación del aborto no es ni neutra, ni fácil, ni afecta únicamente a las menores de edad. Y una ley que no puede cumplirse acaba poniendo en ridículo al Gobierno que la impulsa.

JOAN BARRIL

lunes, 14 de septiembre de 2009

¿Una escuela sin libros?

Hoy empieza el colegio y el gran tema de conversación de madres y padres no va a ser ningún referendo, sino lo de los ordenadores que se van a repartir, gratis para todos menos para los catalanes, que en eso de pagar somos los verdaderos campeones, sean autopistas, sucesiones o multas por pasarse de 80 km/h.
Lo de los ordenadores para cada alumno es una iniciativa curiosa, pero difícilmente criticable. Al fin y al cabo, ¿qué hubieran dicho nuestros padres si nos contaran que la escuela pública proporcionaba a los alumnos lápiz, goma de borrar y cuadernos para sus tareas escolares? El ordenador es una herramienta útil que va a impregnar la vida cotidiana de los alumnos de hoy cuando sean mayores. Pero que no se olvide que un ordenador solo es una máquina. La llamada sociedad de la información se tiene en tan alta estima que considera que basta una relación táctil con el ordenador para que toda la historia y la ciencia de la humanidad se filtren por ósmosis en nuestro organismo. Es fácil ver a los niños llegando a casa y, ante un problema escolar, decir sin ningún tipo de reparo: “Voy a buscar información”. El que esto suscribe y los colegas de la prensa nos hemos pasado años buscando información para contarla a los ciudadanos y todavía dudamos sobre la veracidad de las cosas que escribimos. Una cosa es la información y otra muy distinta es el conocimiento, esa extraña virtud que proviene de aprender de nuestros propios errores y de contrastar los errores ajenos. El ordenador es una máquina que nos obedece, pero no es un tótem de la sabiduría. Bienvenido sea el ordenador a las aulas. Pero no es una iniciativa neutra.
Y es que en todo este lío, una vez más, se ha dado una versión excluyente. La misma que se produce con tanta gente que usa el correo electrónico, pero que niega al interlocutor la posibilidad de que la respuesta sea por vía telefónica, un invento en plena vigencia.
La llegada del ordenador al colegio se ofrece como un progreso –y sin duda lo es–, pero no debe ser un progreso a costa de otro invento sobre el que se ha cimentado el saber de la Humanidad, que no es otro que el libro de texto o simplemente el libro. Digan lo que digan los adalides de esa iniciativa, el mensaje implícito en el reparto de ordenadores es el de una mayor eficacia respecto al libro. Y eso tiene algunos daños colaterales. En primer lugar, fuerza el abandono de la reflexión y de la imaginación para ensalzar la cultura visual. En segundo lugar, habida cuenta de la llamada “brecha tecnológica” que los propios bibliocidas admiten entre los padres menos hábiles y sus hijos mucho más capacitados en los secretos de la informática, va a desaparecer la tenue complicidad que todavía hoy existía en la formación intrafamiliar. La desaparición del libro escolar implica la desaparición del libro como compañía y del hábito de la lectura ambulante.
Con la apoteosis oficial del ordenador escolar –una herramienta de clara obsolescencia planificada que va a exigir una nueva inversión en muy pocos años– se exigirá también a los maestros una preparación suplementaria que siempre irá mucho más atrás que el más torpe de sus jóvenes alumnos. Nadie dijo nunca a los padres que debían enseñar a sus hijos a ir en bicicleta. Y, sin embargo, así lo vienen haciendo generación tras generación. Pero el ordenador escolar a costa del descrédito del libro impreso deja a los alumnos con una herramienta de información que, tras los primeros días, va a convertirse en un nuevo juguete.

Joan Barril

domingo, 23 de agosto de 2009

EL CULTO A LA PASTILLA

23 Ago 2009

EL CULTO A LA PASTILLA

Escrito por: transbadal el 23 Ago 2009 - URL Permanente

JOAN BARRIL

Una encuesta reciente indica que casi un tercio de los niños menores de 14 años toman constantemente algún medicamento. El culto a la pastilla tiene, en el primer mundo, una explicación básica. Cada vez soportamos menos el dolor y consideramos el más mínimo trastorno del cuerpo como una enfermedad. El mecanismo de esa creciente hipocondría es así de fácil: hay unos síntomas leves de cualquier etiología. Los divulgadores de la industria farmacéutica se encargan de aislarlos y de encontrar una relación causa-efecto para esos síntomas. Se les busca un nombre y se publicita. El nombre hace a la cosa. Ya tenemos una enfermedad catalogada. Y casi al mismo tiempo ya disponemos de un fármaco espe- cífico para una enfermedad que anteriormente no existía como tal. La publicidad se encargará de demostrar que hay un antes y un después del consumo de la pastilla milagrosa. Ni siquiera hace falta ir al médico: "Consulte con su farmacéutico". Y la salud se recupera.
Porque no soportamos el dolor vamos viviendo en una sociedad anal- gésica y pasiva. No hay temor mayor que el que nos ofrece nuestro propio cuerpo. De ahí la necesidad de entrenarlo. Este mismo periódico nos ofrece unos juegos de ingenio cuya práctica nos va a hacer más inteligentes. Otros juegos electrónicos consideran que el cerebro debe alimentarse mediante el ejercicio sistemático de sudokus y de asociaciones de imágenes. A mayor rapidez de resolución, más inteligencia. Alimentar el cerebro parece una buena causa. ¿Si alimentamos al gato y a los peces, cómo vamos a renunciar a alimentar nuestro propio cerebro?
En esa civilización higienista, nadie ha tenido presente que tal vez la alimentación cerebral proviene de la imaginación, de la lectura, de la paciencia, de la autoestima y no exclusivamente de la compulsiva resolución de problemas mecánicos. La pastilla no solo es la manera exacta de combatir la enfermedad. También es la panacea que ha de sustituir nuestra falta de voluntad. Jóvenes que se dejan llevar por el hábito del tabaco y que afirman con toda naturalidad que lo dejarán cuando aparezca la pastilla que les hará abandonar el tabaquismo. Conductores que llevan en la guantera extraños brebajes que, según la etiqueta, disminuirán su alcoholemia ante un eventual control de tráfico. ¿Para qué la voluntad, si la farmacopea nos salvará de todo mal? ¿Para qué la abstinencia, si en algún laboratorio ya se está concibiendo el remedio a nuestros excesos? ¿Para qué esforzarnos en la comprensión del mundo, si lo importante es vencer a la máquina de la inteligencia con el pretexto de un juego solitario?
Hasta hace poco, la búsqueda de la salud, de la limpieza y de la autoformación eran parte de los deberes individuales. Hoy cuidarse del cuerpo es pensar que hay productos que nos cuidarán sin el más mínimo esfuerzo. Ahí donde antes solo existía la lejía hoy se encuentran fragancias y aromas que nos dan placer. Lo que antes era una necesidad de supervivencia hoy es la quimera hacia el cuerpo perfecto. Y en nuestra exigencia no podemos permitirnos ni un gramo de más, ni un cabello de menos, ni un dolor inesperado, ni una lágrima de nostalgia ni el olvido alarmante de un número de teléfono. Porque todo eso tiene nombres agoreros: obesidad, alopecia, depresión, alzhéimer. Todos los miedos en el mismo miedo, que ya no es solo la muerte, sino la degradación. Antes los creyentes acudían al sagrario. Hoy los cuerpos que se quieren perfectos van al botiquín.